El secreto de Blaise Cendrars (parte 2 de 2)

 

Cendrars en cambio fue siempre un hombre de paso, un hombre que escribía de madrugada para no perderse un minuto del día, para quién escribir era abdicar. Abdicar de la vida. Daba la misma importancia a escribir que a poner en marcha un negocio en Brasil. No distinguía el escribir un poema de escribir un manual sobre el uso correcto del látigo. Prácticamente cada obra suya dió origen a un nuevo género, a una nueva vuelta de la rueda del siglo. Moravagine es completamente distinto del Hombre Fulminado, y la Prosa del Transiberiano está tan cerca de los Poemas Elásticos, como Les Demoiselles de Avignon lo están de un cuadro de la época rosa. Abandonaba con asombrosa rapidez un camino recién inventado, para abocarse a otro. O los abandonaba todos para aislarse por años, sin dar señales de vida, o para partir de nuevo a América, seducido por el negocio de los carburantes. No, así no se llega a ninguna parte.

Los académicos niegan a Cendrars su posición de primera línea en la literatura moderna. Si uno se toma el tiempo de leer sus razones, concluímos que es considerado un escritor “exótico”, poco serio, al cual se mete en el mismo saco con gran cantidad de cronistas de viajes más o menos entretenidos que abundaban en los periódicos a comienzos de siglo. Por bellos que sean sus relatos, no pasarían de ser una crónica, que finalmente cae en lo pintoresco. Sus méritos son los del viajero más que los del poeta. Discurren así: A un viajero le ocurren cosas, y si esas cosas son bellas, es mérito de las cosas, ese relato carece por lo tanto de valor literario.

Pero si bien esto tiene sentido, no puede aplicarse a Cendrars. No era un relator de anécdotas, sino un creador de realidades. Para iluminar este aspecto –y aunque los secretos no se cuentan– es que quiero revelar aquí el secreto de Blaise Cendrars…

En “El Hombre Fulminado”, una de sus novelas autobiográficas, relata un viaje en auto por el sur de Brasil y su encuentro con Manolo Secca, un viejo, un mulato, que perdió una pierna en la guerra, a cargo de una gasolinera perdida en el Matto Grosso, con quien Cendrars pasó 8 días. Entre un automóvil y otro, Manolo Secca disponía de mucho tiempo, días, semanas… que empleaba en esculpir figuras de santos.

Tallaba en grandes troncos de madera de la selva: figuras negras en madera de cajú, blancas en madera de palosanto. Pero lo que más impresionó a Cendrars era que estas figuras, de tamaño natural, estaban talladas de pie sobre pequeños automóviles. Cada figura en su auto –Oldsmovil, Renault, Ford– todas excepto Poncio Pilatos, que en uniforme de almirante a bordo de un acorazado americano, no se lavaba las manos en una palangana, sino directamente en el mar. Los personajes se paraban siempre sobre el techo de los autitos, Manolo Secca quedó impresionado, pues, al ver el auto de Cendrars, su primer convertible, y prometió tallarlo de pie sobre su Alfa Romeo.. En madera de cajú, negra, como le pidió Cendrars.

Esta es una histórica arquetípica de Cendrars, y Secca uno de sus más característicos personajes, de historias como esta están plagadas sus novelas y sobre todo sus tres volúmenes de Historias Verdaderas. ¿No cae este relato medio a medio en el pintoresquismo que le critican los almanaques? Pintoresquismo al que Cendrars jamás respondió, salvo con más historias. Para quienes no se dejan seducir con “anécdotas” como esta, será iluminador conocer la historia de Aleijadinho y la Catedral de Congonhas:

Osvaldo de Andrade y un grupo de modernistas brasileros conocieron a Cendrars en París, ciudad en la que buscaban orientación artística, como todos en 1923. Cendrars los acoge y les presenta a todo el mundo: Léger, Braque, Delaunay, Brancusi... tambien a Chagal, a quien el mismo Cendrars a conseguido rescatar desde Rusia, con dinero de Ambroise Vollard.

A las inquietudes estéticas de sus jóvenes brasileños, Cendrars responde que el origen del modernismo que los inspiraba debían buscarlo en el propio Brasil. Ellos regresan, y financiados por su mecenas, Paulo Prado, rey del café, invitan a Cendrars a Brasil, quien llega a Rio de Janeiro en febrero de 1924.

Una caravana de autos se interna con Cendrars hacia el Matto Grosso, para todos es un viaje de descubrimiento, ya que los jóvenes poetas brasileños tampoco conocían el Brasil profundo. Se detienen unas horas en Congonhas do Campo, donde Cendrars queda aturdido al conocer las esculturas de Aleijadinho, un artista popular, un mulato del siglo XVIII, esclavo y por añadidura, jorobado.

Aleijadinho esculpía figuras sagradas en madera, basado en el barroco europeo que veía en las iglesias. Pero el viejo esclavo les dio un giro completamente distinto. Sus esculturas fueron solicitadas por todas las iglesias brasileñas y finalmente decoraron catedrales. Cuando llegaron a europa, provocaron admiración e insuflaron nueva vida a la escultura religiosa europea. Este es el primer caso conocido en que un artista americano devuelve, enriquecido, el aporte recibido de Europa e influye a su vez sobre ella.

No leí esta historia en una crónica sobre Cendrars, sino en un libro sobre el modernismo brasileño, y de pronto me golpeó el descubrimiento de este secreto evidente: Aleijadinho es Manolo Secca, trasmutado en bencinero, demostrando en una historia de muchas capas, que el arte más moderno nace de la tensión entre la tradición recibida y el giro nuevo que a ella da la musa.

Blaise Cendrars no es un fotógrafo que recorre los países a la caza de imágenes, como humildemente nos quiere hacer creer, sino el secreto poseedor de una poderosa máquina creativa, capaz de trasmutar y dar sentido a nuestra absurda realidad.

 

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1.- Obra de Aleijadinho
2.- Oswaldo de Andrade
3.- Alfa Romeo 6C 1500