Historia de la puntuación y la lectura (parte 1 de 6) Apuntes para una clase del Diploma de Tipografía en la Universidad Católica, 2002.
La escritura alfabética –como la polea, el reloj o la televisión– es una tecnología y tiene su historia. Esta historia puede contarse como la historia de sus piezas, su articulación y el refinamiento de su función [1]. La historia de la escritura no es sólo la historia de sus formas y su estilo –esto es, la evolución de su estética– si no la de sus funciones y la del inmenso impacto que tuvo cada una de ellas en la cultura de su tiempo y la conformación de lo que hoy somos. El lenguaje es un instinto, la escritura es una técnica [2]. No podemos evitar que un niño aprenda a hablar, pero nos toma años de tedioso entrenamiento enseñarle a leer y escribir. La mayoría no lo logra. La lectura es una difícil habilidad psicomotora, un ejercicio cansador aún para los que saben leer y escribir. La mayoría de la gente, cuando puede optar, prefiere no leer. Observar a un niño que comienza a leer pone en evidencia la dificultad de esta técnica [3]. El dedo recorre el texto como se recorre un sendero difícil: se detiene, retrocede, cruza palabras pantanosas y a ratos acelera ante un recodo familiar. Cada sílaba va siendo pronunciada en sincronía con el dedo, es un reflejo neuromuscular que hay que estampar en el cerebro. No es fácil. ¿Y cuál es la función de esta tecnología? La misma que la de una grabadora. Registrar el sonido. Un tipo especial de sonido: el del habla humana. Registrar, para reproducir a nuestro antojo, ese flujo que se nos escapa. Una invención económica y genial de los fenicios, que notaron que los sonidos del habla podían conseguirse combinando un par de decenas de partículas sonoras y representar cada una de ellas con un símbolo simple. REC. Con el suficiente entrenamiento, cualquier persona podía reproducir el sonido original con solo invertir el funcionamiento de la máquina. PLAY. Los sistemas silábicos e ideogramas inventados por sumerios, egipcios, chinos e hindúes, no resisten comparación frente a la economía y eficiencia de la máquina alfabética fenicia. Pensar la escritura como una máquina de registro del habla [4]nos coloca en la posición adecuada –quizá la única correcta– para entender la historia de la lectura y la puntuación. Capas sobre capas de depósitos linguísticos, gramaticales y culturales nos impiden ver la escritura en su forma original. Nos cuesta imaginar que por más de 2000 años en occidente se leyera de otra manera; o que se dejaran pasar 18 siglos desde la invención de la escritura hasta que alguien inventara el signo de interrogación (o el paréntesis). Cuando los fenicios atrapan el flujo del habla en su correspondiente flujo de caracteres, no tienen claro en qué sentido debe anotarse este flujo. El habla no tiene una dirección ¿porqué habría de tenerla la escritura? Durante cientos de años, las inscripciones fenicias titubean entre izquierda-derecha y derecha-izquierda, ensayando incluso una dirección que es probablemente la más natural: el boustrofedón (“como un buey ara el campo”), que consiste en escribir hasta el margen de la piedra y “rebotar” entonces en sentido contrario, sin interrumpir el flujo continuo del habla [5]. Como si existiera un temor original, una “sensación de error”, a introducir discontinuidades allí donde lo que se oye es continuo. Esta indecisión fenicia no se resolverá sino hasta el año 800 AC en que la dirección de su escritura se estabilizará de derecha a izquierda. Los griegos adoptan el invento fenicio, modificándolo ligeramente para acoger ciertos sonidos que les hacían falta, como las vocales. Al parecer lo adoptan antes de que la dirección de escritura se estabilice, pues ellos también dudarán por siglos antes de estabilizarse –esta vez de izquierda a derecha– en el año 500 AC. Antes de esto escribían indistintamente en cualquier dirección, incluído el boustrofedón. La mejor imagen del alfabeto como registro del habla es el hecho de que el texto fue escrito siempre como un flujo continuo, sin separación de palabras [6]. Los textos antiguos ilustran una verborrea continua. No sólo es natural escribir las palabras unidas, como se las escucha, sino que el mismo concepto de palabra no existía en Grecia hasta que la escritura fué de uso común (s. V). Las palabras, como las entendemos hoy, son criaturas del “alfabeto”. La forma natural de la escritura, como la de un cassette, es la de un registro continuo y se escribirá así por casi dos milenios. Ni Aristóteles, ni César, ni Virgilio, ni Cicerón, ni Petronio, ni Agustín separaron jamás una palabra de la otra. Así como la escritura fué por mucho tiempo un registro continuo y mecánico del habla, también la lectura fué por más de veinte siglos, una experiencia muy distinta a la que conocemos hoy. Fué más bien el simple proceso contrario de la escritura. La lectura fué siempre lectura en voz alta. El entrenamiento psicomotor de la lectura consistió por mucho tiempo en establecer los reflejos entre el ojo y la lengua. En sus inicios, y por mucho tiempo, leer significó decodificar los signos en sus sonidos originales.
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